domingo, 2 de septiembre de 2012

SUEÑOS

José se despertó sobresaltado, miró el reloj, había dormido casi doce horas. Se sentía aturdido y sediento, el calor era insoportable a esa hora del mediodía. Habitualmente se levantaba muy temprano, tenía el sueño liviano y los ruidos de la calle lo preparaban para oír el despertador. Tomaría el desayuno y luego llamaría a la oficina para preguntar cómo andaban las cosas. Sonó el teléfono, era su hermana con la voz angustiada, tardó en entender lo que trataba de explicarle. Sus sobrinos estaban dormidos, había intentado despabilarlos de todas las maneras. Abrió las ventanas, les tocó suavemente los hombros y hasta los salpicó con algo de agua. Tocó sus frentes para ver si tenían fiebre, pero sus caritas tenían la misma tibieza de todos los días. Alarmada llamó al médico que al llegar le explicó, que varios chicos estaban afectados de esta rara enfermedad que mostraba como único síntoma, la incapacidad de despertar. José intentó sin éxito comunicarse con su madre, pero nadie atendía el teléfono. Pensó que era la hora en que ella hacía las compras. Tomó el auto para ir hasta la clínica. Las calles estaban raras, parecía un día feriado. Muchos comercios cerrados, la ausencia de chicos volviendo de la escuela, escasos colectivos pasaban con muy pocos pasajeros. Al llegar a la clínica supo que el mal que sufrían sus sobrinos era ya una epidemia, numerosos niños se encontraban en la misma situación. Muchos de los familiares que esperaban en los pasillos luchaban contra una pesada modorra. Abrazó a su hermana , trató de rescatarla y pudo sentir como todo su cuerpo se aflojaba. Su cara, cada vez más distendida, su gesto de preocupación se borraba, transformándose en la niña que hacía tantos años no veía. Presintió algo sobrenatural, la mujer a la que abrazaba parecía haberse librado de esa expresión adulta de los últimos años, siempre preocupada por sus obligaciones de esposa y madre. Empezó a entender que no podría sacarla de ese agradable letargo. Volvió a telefonear a casa de sus padres y al ver que no respondían, imaginó que se encontraban en el mismo estado que su hermana y sus sobrinos. En ese momento le hubiera gustado creer en algún Dios, en cualquiera, para poder rezar y pedir ayuda. Salió a caminar y trató de olvidarse de lo que estaba ocurriendo. Recordó como su amigo Juan escapaba del sanatorio donde estaba muriendo su esposa, con el pretexto de hacer trámites para la obra social, mentalmente regresaba a los tiempos en que su mujer no estaba enferma, fantaseando con la idea de que nada había ocurrido. José intentaba hacer lo mismo, evadirse, descubrir que todo se trataba de una pesadilla. El sol seguía en el medio del cielo, como si el tiempo se hubiera detenido en un interminable mediodía. Miró su reloj y estaba tan paralizado como el sol y como el ritmo de esa ciudad desconocida. Deambuló largo rato sin saber que hacer, con la mente anestesiada y el cuerpo transpirando a la espera de una noche que no habría de llegar. Aguardaba el alivio del sueño y su angustia crecía al sentirse más desvelado que nunca. Los sobrevivientes, por llamarlos de alguna manera, con el tiempo pudieron adaptarse. Intentaron varios experimentos para recuperar a los afectados. Pero ante el fracaso de todos sus esfuerzos llevaron a sus seres queridos a un lugar rodeado de jardines, protegido del intenso calor del mediodía, donde podían visitarlos. Las estadísticas revelaron que de cada centro urbano con tres millones de habitantes, ciento cuarenta mil estaban dormidos. Algunos estudiosos relacionaron este número con ciertas cifras que figuran en el Apocalipsis. Los peligrosos rayos del sol obligaron a realizar serios cambios en la forma de vida. Con el tiempo se valoró la ventaja de no tener que pensar en los cambios de clima de las estaciones o en las diferencias entre la vida diurna y nocturna. Los que quedaron inmunes jamás sentían necesidad de dormir. En esta nueva era los hombres trabajaban más y se divertían menos. Los métodos de medición de tiempo también sufrieron ajustes y el promedio de vida aumentó, pero fue compensado con una disminución del índice de natalidad. Sin embargo para un grupo de nostálgicos no fue fácil acomodarse a una vida sin noches, sin luna, sin estrellas y mucho más difícil resultó resignarse a no soñar. Adivinaron en los rostros de los que partieron una intensa paz y un secreto deleite. José junto a un reducido número de hombres que no pudieron adaptarse, entrenan el alma para resultar escogidos en el próximo viaje. Los demás, sorprendentemente acomodados, siguen con el corazón tan rígido como el sol del mediodía.