Salgo a deshora para la rutina
y me oprime la certeza de saber
que tampoco es tiempo de ser libre.
La palmera de la plaza se estira
saliendo de la asfixia.
Gente con manos de mate
escobas que buscan conversación.
Mi pelo se rebela y se vuelve selva.
Mis tacos, extensión de mis piernas,
distancian sin ocultarme.
El viento se lleva restos de fantasías.
La avenida me aturde y me despierta.
Colectivo, patético representante
del mundo en blanco y negro.
Me siento a dibujar mis labios de sonrisas.
No lo logro.
Cambiaré de labial.
Estación acelerada, danza obscena de olores,
churros, garrapiñadas, mugre y perfume.
Llega el tren y trato de recordar los pasos.
Uno sujetar muy fuerte la cartera.
Dos empujar.
Tres llegar hasta el oxigeno.
Otra vez tarde. Triste.
Un grupo de bancarios
cuentan historias de cheques y préstamos.
Cuatro hombres juegan al truco.
Una chica intenta maquillarse en cada una de las estaciones.
Un niño-hombre cuenta recaudación
y se dispersa pateando una tapa.
Me pide una moneda y sigue con su partido.
Leo gratis los titulares de los diarios vecinos.
Me pierdo el final de una novela
por descenso del protagonista.
Un loco grita anunciando Apocalipsis
hasta ser silenciado por un vendedor de maní con chocolate.
Descenso. Largada.
Paso a la señora del tapado de paño,
no alcanzo al señor de sobretodo.
Diviso al personaje peinado con gel
que todos los días me dedica su mirada.
Finjo ignorarlo.
El subte cansado nos agita
intento leer y encuentro el párrafo
justo cuando tengo que bajarme.
Arribo al mundo de colores,
cambio Citroen por Ferrari.
Gano la pole position.
La escalera mecánica separa,
a la derecha los que pasean y se abandonan a su ritmo,
a la izquierda los que ganan segundos dando incómodas zancadas.
Recibo siempre los mismos volantes.
Esquivo gente de viajes invertidos.
Me tientan esos ramos amarillos
pero me aterra frenar para comprarlos y alterar la secuencia.
Entro en la farsa.
Miro el reloj
que ahora se mueve acelerado
y cansado después entra en letargo.
¿Cuánto falta para irme?